Cuando Cervantes levantó la pluma aquel día y escribió «En un lugar de la Mancha», no podía imaginarse la que iba a liar. A lo largo del siglo XVI se había fraguado una necesidad de ficción fantástica, como respuesta a la ficción sentimental por un lado y al avance de la ciencia y la razón por otro. Las novelas de caballerías, basadas en un código de nobleza conocido y compartido por sus lectores, aunaban el idealismo de la épica medieval y la fantasía sin límites de los romans de Chrètien de Troyes y sus infinitos seguidores. Y el público se volvía loco porque de ese modo se fundía la tradición con su necesidad de fantasía. ¿Os dais cuenta? Una sociedad entera consciente de que la fantasía le es necesaria. ¿No es eso algo bellísimo? Una sociedad que reclama unos héroes nobles y justos, como un espejo que proyectara una imagen ideal a la cual intentar parecerse. Y los encuentra, por supuesto, en la Literatura. Con mayúsculas.
Pero llega Cervantes, que ha sido más héroe que todos los caballeros del rey Arturo juntos, que ha conocido de primera mano -y esto no es un chiste cruel- el horror de la guerra, el infierno de la sociedad española y los demonios de la burocracia, y se pone a escribir como diciéndonos que somos todos unos hijosdeputa, que no tenemos vergüenza, que se nos pone dura hablando de héroes soñados mientras damos por el saco a los de carne y hueso; que si nosotros nos cagamos en sus héroes, él lo hace en los nuestros. Y se marca él solito la mejor novela de la historia de la literatura universal -y esto no es una exageración-, cerrando la puerta desde entonces a lo que podría haber sido una maravillosa corriente de literatura fantástica española. Pensad ahora un poco en eso, en cómo en Inglaterra, Francia, Italia o Rusia existe una prodigiosa e imparable corriente de literatura fantástica, mientras que nosotros aún seguimos ceñidos con el corsé del realismo. ¿Cómo es posible? Porque las letras requieren de espíritu, como las armas, y Cervantes, que era experto en ambas cosas, tejió una venganza que más de 400 años después sigue vigente. Y hoy en día se nos hincha la boca cada 23 de abril con palabras huecas y lugares comunes como «Cervantes nos da una lección de grandeza» o «la lección de don Quijote es la de saberse fuerte ante las adversidades». Hablamos de él de paso, como recordando vagamente de lo que habla, pero sin saber lo que nos dice. Como si de nuevo le ignoráramos. Y olvidamos, porque es mejor así, que ahora mismo Cervantes nos escupiría a la cara al vernos impasibles ante unas listas electorales llenas de pequeños duques de Lerma que, en nombre de una nación crispada por ellos mismos, sólo piensan en el lucro personal. Y esto no es una ficción.
Se puede comprender una sociedad por los héroes que fabrica, en los ídolos que construye. En mi generación teníamos a Mario Conde, que acabó en el trullo por chorizo; a Supermán, que murió por una decisión empresarial de la DC; a Butragueño, al que se le salió la cola en un partido y nunca pasaba de cuartos. Hoy somos campeones del mundo, sí, pero nuestros supuestos héroes se han convertido en un coro de verduleras que berrean y rebuznan lo más fuerte posible para que los de Carrusel Deportivo tengan algo de lo que hablar de martes a viernes. Así que, lo que son las cosas, ahora mismo no tenemos héroes. Se quedaron todos en el camino de la corrupción, el libre mercado y la corrección política. Tenemos ídolos, sí, pero de barro. Nos queremos parecer a Cristiano, esa niña consentida que se enorgullece de que le insulten y se pone a llorar tras ganar la Champions porque él no metió un gol; a Carmen Lomana, que nos da lecciones de elegancia mientras anuncia los whoppers en oferta; a Belén Esteban, de la que no es preciso hacer comentario alguno. Hasta el rock cañero y ruidoso que tanto molestaba a nuestras abuelas y fascinaba a nuestros padres está muriendo para dar paso a esos ñoños grupos indies cuyos cantantes anoréxicos ladean la cabeza mientras susurran canciones sosas llenas de rimas en «-ón» y en «-ado».
Yo, en cambio, estoy hablando de héroes. Héroes de verdad. Aunque sean ficticios, pero que sean de verdad. Seres que nos recuerden con sus actos que la nobleza en las acciones no sólo es posible sino necesaria; alguien que se atreva a levantar la voz, consciente de que se enfrenta al veto político, a la cárcel, a la lapidación o al tiro en la nuca. Alguien, en fin, que, siendo mejor que nosotros, nos obligue con su ejemplo a ser mejores día a día. Porque, como decía Bowie, nosotros también podemos ser héroes, aunque sea por un día.
Los añoramos. Los necesitamos. Y no están. Nos los han arrebatado, para traernos a cambio lo que la sociedad llama modelos de comportamiento: modelos a seguir que están controlados, por supuesto, dentro de los límites de lo permitido, de lo políticamente correcto, según los cuales el rey Arturo debería ser hoy en día el padre de familia comprensivo que participa en las tareas domésticas; Lanzarote, el joven estudioso, responsable y sacrificado que se esfuerza por conseguir trabajo en una sucursal de La Caixa; y Ginebra, por supuesto, la mujer que busca su identidad en la sociedad machista que la oprime. Un esquema práctico y maravilloso, sí, en el que Aquiles no deja de ser un metrosexual con la cara de Brad Pitt al que se le fue un poco la mano.
Ahora que consumimos más audiovisual que literatura, los guionistas llenan las películas con gangsters y mafiosos que pilotan helicópteros que explotan en 3D, y las discográficas nos saturan con vídeos de raperos malotes que acarician sus cadenas de oro mientras le soban el culo a una tía en bikini dentro de una limusina. Mientras en el XVI se generaba una ficción fantástica llena de héroes nobles porque la sociedad lo necesitaba, parece que nosotros vivimos en una sociedad trivial llena de iconos violentos porque eso es lo que necesitamos. Fijaos bien en esto: somos una sociedad trivial que necesita la violencia. Por supuesto que hay excepciones fabulosas, pero, en lo que a valores se refiere, hemos salido perdiendo con el cambio.
Y si no tenemos héroes ¿qué pasa con don Quijote? ¿Tenemos Quijotes hoy en día? ¿Existen en nuestra sociedad personajes ridículos que crean ser grandes héroes? Por supuesto que sí, pero carentes del aura de grandeza que tenía Alonso Quijano. Con semejantes iconos, no es de extrañar que nuestros Quijotes sean esperpénticos. Me refiero a esa prole de niñatos que se esfuerzan en dar la imagen de malvados con sus Rocinantes tuneados, sus Dulcineas poligoneras, sus Sanchos colegas y su habla extraña de SMS y tuenti. Camorristas de la ESO que cada finde ven gigantes y dragones con su cocktail de pastillas y cubatas. Vigoréxicos de barrio a los que no les mueve ninguna intención noble ni código alguno de caballería. Quijotes analfabetos, en fin, que nada saben de grandeza ni heroismo. Por no saber, es posible que ni siquiera se sepan la tabla del seis. Y así les va. Y así nos va.