Para Sergio Balsera.
He tardado dos mil años en saberlo:
el águila que me devora las entrañas
cada día
no es mi enemiga.
Yo era un hombre satisfecho de mí mismo,
de mi formación y mis principios.
Todo en mí era equilibrio, estructura y realidad
y resumí con ellos mi carrera y mi apellido.
Tuve la suerte de aprender lo que es el fuego,
y me propuse ser el hombre que lograra
dar su luz a los hombres y mujeres de este mundo.
Pensaba que esa era mi misión. La única posible.
Desdeñé cualquier otra alternativa.
Me esforcé, lo logré -eso me gusta pensar-
y fui castigado por ello.
(Habéis escuchado la historia en tantos labios
que no me detendré ahora a explicarla.
Quisiera, sin embargo, matizar algunas cosas.)
He tardado dos mil años en saberlo,
pero ahora sé que fue soberbia lo que hice:
soberbia el suponer que había sólo un fuego y era el mío,
soberbia el renegar de cada fuego de los otros,
soberbia el no admirar en cada sitio su color,
soberbia el olvidarme de reír,
soberbia el convencerme de que esa gran tarea
era lo único que yo necesitaba.
No es mi enemiga, no:
no puedo llamar «enemiga»
a quien me ha ayudado a comprender
que estaba equivocado.
Miradme bien. Estoy aquí, encadenado en esta roca.
Sólo me recordais por mi castigo, y ni siquiera
es para mí un castigo: es una bendición.
¿Por qué olvidais que también me regenero cada día?
No es mi enemiga, no:
también es un animal que me acompaña
con el que, a veces, juego.
He tardado dos mil años en saberlo:
la luz del fuego no es la única verdad que me acompaña.
También traigo conmigo la belleza de la sombra.
Ya le veis colgado en esa roca,
susurrando Al oido del hombre
que desespera en el suelo
recogiendo sus alas
por querer subir al cielo.
Soberbia del que pretenda
ser humano, sin ser fuego.